Hay días en los que todo pesa. El clima, el idioma, las noticias de tu país, el cansancio acumulado, las deudas, la soledad. Y uno se pregunta: ¿cómo se hace para no explotar? ¿Cómo se hace para mantener la cordura cuando sientes que todo te supera?
No tengo una respuesta mágica, pero sí puedo compartir lo que a mí me ha sostenido. Porque no siempre soy fuerte, ni positiva, ni resiliente. Hay momentos en los que me siento completamente perdida. Y es gracias a una combinación de pequeñas herramientas que logro encontrar algo de equilibrio entre tanto caos.
El “mindfulness” que descubrí sin saberlo
Nunca me senté en posición de loto a meditar con una app. Pero sí aprendí a estar presente en cosas simples. Poner atención al aroma del café en la mañana. Sentir el agua caliente en la ducha como un regalo. Escuchar el silencio. Caminar sin apuro por la calle mirando los árboles. A eso, después supe que le dicen mindfulness: estar en el presente sin juzgar. Y aunque suene cursi, eso me ayuda mucho a calmar la ansiedad.
No necesito estar bien todo el tiempo, pero sí aprender a respirar y darme cuenta de que estoy viva, que estoy a salvo, y que todo pasará. Que los momentos difíciles también se disuelven.
El vino (pero con medida)
Sí, confieso que hubo noches en las que una copa de vino fue mi compañera fiel. No para olvidar, sino para soltar. Para relajarme después de un día intenso. No me refiero al alcohol como escape, sino como ritual. Algo que me conectaba con mi lado más humano. Me servía una copa, ponía música, cocinaba algo rico… y me permitía sentirme un poco en casa.
No lo romantizo, tampoco lo recomiendo como método. Solo digo que, en mi caso, ese pequeño ritual me daba una pausa mental. Era un momento para mí, sin culpa, sin exigencias. Y a veces, eso es todo lo que uno necesita para no quebrarse.
La terapia (cuando pude y como pude)
No fue fácil encontrar ayuda profesional al principio. El idioma, los costos, la disponibilidad… todo parecía jugar en contra. Pero con el tiempo, logré acceder a espacios de acompañamiento. Algunos gratuitos, otros comunitarios, incluso talleres grupales donde simplemente se hablaba, se compartía.
Hablar con alguien que te escuche sin juzgar, que te oriente, que te devuelva un poco de claridad, puede ser salvador. No necesitaba que me dieran soluciones mágicas, solo necesitaba poder nombrar lo que me pasaba y no sentirme sola en eso.
Mis pequeños refugios
Además del vino, del mindfulness y de la terapia, he tenido otros salvavidas: escribir, ver series que me hacen reír, cocinar panqueques aunque sea martes, escuchar música a alto volumen (con audífonos claro!) mirar el amanecer, hablar con mi gente por videollamada, dejar que mi quebecois favorito se quede dormido en mi regazo.
Cada una de esas cosas han sido un ancla en medio de la tormenta. No son grandes actos heroicos, pero sí gestos que me recuerdan que puedo seguir adelante. Que merezco estar bien. (Aah! Elena Rose!!) Que no he venido hasta acá para vivir con miedo o angustia.
Pedir ayuda sin vergüenza
Aprendí a decir “no puedo más” sin culpa. A escribirle a una amiga y pedirle que me escuche. A aceptar que estaba agotada. A no ponerme la máscara de “todo bien” cuando no lo estaba. Porque a veces, lo que más alivia es que alguien te diga: “Yo también me sentí así, no estás sola”.
Y también aprendí a ayudarme a mí misma: a darme descansos sin justificación, a no exigirme perfección, a ser más amable conmigo.
Si estas en ese lugar, busca tu mezcla
No hay receta única. A cada quien le sirve algo distinto. Quizás a tí te funcione bailar en tu sala con música a todo volumen. O hacer yoga. O llorar sin filtro. Lo que sea que te permita soltar y volver a tí.
No estamos hechas de hierro. No vinimos a este país a demostrar fortaleza todo el tiempo. También estamos aquí para vivir, para sentir, para cuidarnos. Y eso, a veces, empieza con lo más simple: una respiración profunda, una charla sincera o un momento solo para tí.