Mi Primera (y Desastrosa) Experiencia en una Cabane à Sucre

brown wooden wall with no smoking sign

Al llegar a la escuela de frances en Montreal, una de las primeras cosas de las que te hablan es sobre la cabane à Sucre, ese lugar especial donde suelen compartir y hacer honor al sirope de erable. Había escuchado que visitar una cabane à sucre era una experiencia única, casi un rito de iniciación para los quebequenses y los nuevos inmigrantes.

Cada año, en primavera, estas cabañas abren sus puertas para ofrecer una experiencia tradicional alrededor del jarabe de arce, con comida típica, música y mucho sirope. Así que cuando la empresa donde trabajo organizó una visita, no dudé en anotarme. No imaginaba lo que estaba por venir.

Expectativas Altas, Realidad… No Tanto

La primera vez que fui, hace un par de años, iba con muchísimas expectativas. Todo el mundo hablaba maravillas de la experiencia, y mis colegas no dejaban de decirme lo divertida que sería la jornada. Habría comida, buena compañia, probaría la tire d´érable… Además, nuestras jefas nos pagaba la cuenta, lo cual era un gran incentivo. Si queríamos llevar a algún invitado, podíamos hacerlo, pero ellos tendrían que cubrir su parte.

Hasta ahí, todo iba bien.

El problema comenzó con el lugar que eligieron. Estaba lejísimos y, para colmo, el acceso era un desafío. A finales de marzo, cuando la nieve empieza a derretirse y las lluvias aparecen, los caminos de tierra se convierten en verdaderos lodazales. Mi carro, viejo pero fiel, logró atravesar aquel camino complicado, y al llegar, mi intuición me dijo que no sería la mejor experiencia de mi vida.

Una Cabaña Demasiado «Acogedora»

Cuando imaginaba la visita a una cabane à sucre, pensaba en una gran casa rústica de madera, con chimeneas humeantes y mesas largas llenas de comida. Lo que encontré fue una casita diminuta de no más de 20 metros cuadrados. “Bueno, quizá el espacio es pequeño, pero la comida y la experiencia compensarán”, pensé. Error.

Llegué y mis colegas estaban afuera, esperando. El frío era intenso, unos 5 grados, y tras 20 minutos parados, la emoción empezó a convertirse en impaciencia. Algunos intentaron animar el ambiente, sacaron una guitarra y comenzaron a cantar, mientras otros rumiaban de hambre y frío. Cuando alguien fue a preguntar qué pasaba con la comida, la respuesta no fue alentadora: aún no está lista.

Pasaron 20 minutos más, y la historia se repitió. “Aún no está lista”. Otros 15 minutos después, por fin escuchamos un auto llegar. No era el chef, no era un cocinero preparando un festín tradicional: era un repartidor de un supermercado local con bolsas de comida prehecha. Mis ilusiones se desmoronaron.

Una Comida Que No Fue lo Que Esperaba

Finalmente, nos dejaron entrar en pequeños grupos. Primero pasaron nuestros colegas con capacidades diversas (lo cual era totalmente comprensible), y luego nos tocó el turno a los demás. Me senté junto a otra compañera latina y esperé mi plato con la esperanza de que, al menos, estuviera bueno.

Lo primero que llegó fue una sopa. Bueno, llamarla “sopa” es ser generosa. Era un agua caliente con trozos de zanahoria y apio flotando. La tomé porque al menos estaba caliente, pero en mi mente me repetía: “lo bueno está por venir, lo bueno está por venir”.

Cuando llegaron los platos principales, mi primera reacción fue de sorpresa al ver a una colega bañar su comida en ketchup. “ Tabarnak! ¿Qué hace?”, pensé. “Eso arruinará el sabor”. Pero cuando probé el primer bocado, entendí todo. Era carne cocida sin sazón, pura textura sin alma. Aquello se volvía una masa seca en la boca, imposible de tragar con dignidad. Miré a mi compañera, pedí disculpas en mi mente por haberla juzgado, tomé la botella de ketchup y la vacié sobre mi plato. De repente, entendí que era un acto de supervivencia.

Los demás platos tampoco fueron memorables: puré de papas sin gracia, un guisado de vainitas insípido, más zanahorias, más apio. Comí rápido para terminar con el suplicio y esperé el postre, que al menos parecía prometedor.

Era una rebanada de pan bañado en sirope de arce. Simple, sí, pero en ese momento fue mi salvación. Lo devoré y sentí que mi paladar volvía a la vida.

Quiero Salir de Aquí

Cuando terminé de comer, quise irme lo más rápido posible. El ambiente estaba animado, el amigo de la guitarra ya estaba hasta bailando, y noté que algunos habían llevado cervezas y estaban bien entrados en calor. Yo, en cambio, solo quería volver a casa. Me percaté de algo importante: en ese pequeño espacio no había baños. Era un lugar para procesar el sirope, no para recibir a decenas de personas por horas.

Me excusé diciendo que me sentía mal, puse mi mejor sonrisa falsa, me subí al carro y me fui. No los volví a ver hasta la siguiente semana en la empresa.

Una Segunda Oportunidad

Después de esa experiencia, juré que nunca más aceptaría una invitación a una cabane à sucre. Pero el año pasado, mi nuevo supervisor me convenció de intentarlo de nuevo. Dudé, pero al final accedí. Fue una experiencia totalmente distinta, pero esa historia la contaré en otra ocasión…

Deja un comentario

Comentarios

No hay comentarios aún. ¿Por qué no comienzas el debate?

Deja una respuesta