Todo comenzó en 2018, el año en que perdí a mi madre. Durante los últimos años de su vida, me dediqué completamente a cuidarla, acompañarla y darle todo el amor que pude. Mi trabajo en el sector público venezolano me permitió tener acceso a un seguro de salud que cubría los tratamientos y medicamentos necesarios para su enfermedad. Esto, en un momento en que todo estaba muy complicado, fue una bendición. Gracias a eso, pude verla más fuerte, recuperando su autonomía en tareas cotidianas como cocinar, bañarse sola o incluso salir a tomar el sol en la terraza. Eso fue un consuelo inmenso para mí.
En enero 2018 me habian autorizado a tomar todas las vacaciones que tenia pendientes, (5 años a 30 días habiles por año). Sin embargo, el estado venezolano, en plena crisis de energía eléctrica, había decretado como días libres todos los miercoles, jueves y viernes, por lo que mis vacaciones se extendian mas y mas. esto me permitió estar al lado de mi madre en sus ultimos meses de vida, a tiempo completo.
Después de su partida, quedé en un vacío, me encontré con mucho tiempo libre. Estaba agotada emocionalmente, pero también decidí que ya no quería regresar al trabajo que había dejado atrás. El sentido de seguir allí ya no existía. Fue entonces cuando tomé la decisión de emigrar.
Inicialmente, mi plan era irme a Ecuador. Varios amigos ya estaban allá y me ofrecían un lugar donde quedarme mientras encontraba trabajo. Pero, en un giro inesperado, un amigo de la infancia, que había regresado a mi vida pocos meses antes, me sugirió que fuera a Canadá. Él había vivido en Montreal por más de 30 años y, al enterarse de la noticia de mi madre, me ofreció su apoyo incondicional. «Puedes quedarte en mi casa todo el tiempo que necesites», me dijo. Así, me convenció de cambiar mi destino. Incluso se ofreció a pagar mi boleto de avión. Fue difícil decir que no.
Salir de Venezuela dejando atrás mi casa, mi familia, mi perro, mi vida entera, fue uno de los pasos más difíciles que jamás imaginé dar. Pero, después de todo lo vivido, quedarme allí no parecía la mejor opción.
Al llegar a Montreal, la realidad me golpeó con fuerza. Tuve que esperar dos horas en el aeropuerto a que «mi amigo» viniera a buscarme. A pesar de la incomodidad, me dije a mí misma: «No seas malagradecida, ya estás aquí, relájate». Cuando llegamos a su casa, me acomodó en el cuarto de su hija, quien vivía allí en dos dias por semana ya que él tenia la custodia compartida. No me molestó en absoluto. Me adaptaba a las circunstancias. Sin embargo, pronto comenzaron a surgir señales extrañas.
Me advirtió que el vecindario no era seguro y que, debido a robos recientes, era mejor que le entregara el dinero y mis documentos para guardarlos. Sin pensarlo mucho, se los di. Confiaba en él. Lo conocia de toda la vida. Que ilusa!. Me sugirió que descansara las primeras semanas y que luego nos dedicaríamos a buscar trabajo, vivienda y clases de idiomas. Yo, agradecida por lo que estaba haciendo por mí, decidí ayudar en lo que pudiera: preparaba comida, limpiaba, lavaba platos, y más. Mi boleto de regreso estaba programado para dos semanas después de mi llegada, pero justo el día siguiente de la expiración del boleto, «mi amigo» cambió drásticamente de actitud. Su amabilidad se deshizo cuando comenzó a lanzarme indirectas, hasta que lo dijo abiertamente: me quería para algo más.
Cuando le recordé que eso no había sido parte de nuestro trato, su comportamiento se tornó hostil. Dejó de comprar comida, cambió la clave del wifi (y solo podía comunicarme con mi familia cuando él estaba presente), me quitó la llave del departamento y, un día, me dejó afuera durante dos horas en pleno invierno, alegando que no me había escuchado. Aquel día, lloré como nunca. Estuve dos horas en la calle, con temperaturas de -27 grados, con ropa inapropiada. Ese fue uno de los momentos más difíciles de toda mi vida.
En mi mente, el miedo era real. Pensaba que podría ser golpeada, violada o incluso asesinada, sin que nadie se enterara. Fue entonces cuando decidí callar, aguantar y llorar en silencio. Cada día pasaba lo mismo: salía temprano para evitarlo, me refugiaba en cualquier cafetería o en el centro comercial, y regresaba al anochecer, sin querer cruzarme con él.
La situación empeoraba. No podía encontrar consuelo, y sentía que mi vida se desmoronaba. Pedí que me devolviera el dinero que le había dado al llegar, y me dijo que lo había gastado en comida, y que solo quedaban 20 dólares. Mi miedo era tal que ni siquiera me atreví a confrontarlo. Cada día que pasaba, me sentía más quebrada, más indefensa.
Tres meses se fueron desvaneciendo entre lágrimas, cansancio e indefensión. Mi salud mental se fue agotando. Pensaba en mi familia y me obligaba a aguantar un poco más, aunque mi esperanza se desvanecía. Pero, finalmente, las oraciones fueron escuchadas. Mi vida dio un giro inesperado, uno que ya no esperaba. Y ahora debía enfrentar la decisión de quedarme en Montreal o regresar a casa. Pero esa parte de la historia, la dejaré para el próximo episodio de mi relato.
Si llegaste hasta aquí, te agradezco profundamente por leer mi historia. Si alguna vez has vivido una experiencia de migrante, me encantaría escucharla. Puedes enviarme tu relato a través del correo admin@maruenquebec.com. Gracias por ser parte de mi viaje.