Cuando me imaginaba mi vida en Canadá, te juro que no me veía con un destornillador en la mano ni usando uniforme de limpieza a las seis de la mañana en un hotel. En mi cabeza, llegaba con experiencia, con madurez (porque los años también cuentan como experiencia) y con todas las ganas de aportar. Pero la realidad fue otra. Una más cruda, más humilde y, aunque me cueste admitirlo, mucho más enriquecedora.
Al llegar, entendí rápidamente que la experiencia laboral de tu país vale… pero poco. Que los títulos importan, sí, pero a veces los miran con desconfianza. Y que lo que realmente cuenta es cuánto estás dispuesto a aprender, a adaptarte, y a empezar desde cero.
Baños, trapos y una “amiga” que me estafó con una sonrisa
Uno de los primeros trabajos que probé fue la limpieza de casas. Nada glamoroso, pero honesto y necesario. Una “amiga” me invitó a compartir sus clientes. Me pintó el asunto como una colaboración entre hermanas del alma, y yo, recién llegada y con ganas de confiar, acepté. Trabajé dos días con ella. Dos jornadas largas, fregando baños, cocinas y pisos ajenos. Al final, no recibí paga. Lo único que obtuve fue una sonrisa y un «te invité el almuerzo», como si eso fuera suficiente. Yo necesitaba dinero, no una hamburguesa fría de agradecimiento. Me sentí estafada y, por supuesto, no volví más.
Después de eso, entendí que no todo el que te llama “amiga” viene con buenas intenciones. Aprendí a poner límites, a preguntar cuánto pagan y a no sentir culpa por esperar que valoren mi tiempo. Y también aprendí que no todas las oportunidades disfrazadas de solidaridad lo son.
La electrónica y yo: un romance inesperado con soldadura y cables

Uno de los trabajos que más me sorprendió fue el que tengo actualmente. No, no ando con bata blanca en un laboratorio de alta tecnología, ni trabajo en una fábrica de productos electrónicos como muchos imaginan. Mi realidad es otra: armo equipos educativos para la enseñanza de la electrónica. Aprendí a soldar circuitos y tarjetas electrónicas, a identificar una resistencia, un diodo, un borne, y a entender cómo se conectan los polos negativos, positivos y las tomas a tierra.
También me enseñaron a ensamblar tuberías —¡sí, tuberías!— para un proyecto de estación de agua saborizada, y ahí aprendí a hacerlo todo sin que el agua se cuele ni gotee. Nunca imaginé que me vería manejando herramientas, conectando cables, y entendiendo planos. Este trabajo me dio no solo conocimientos técnicos, sino también autoestima. Me enseñó que, con ganas y paciencia, puedo hacer mucho más de lo que pensaba.
La fuerza no siempre está en los músculos
Otra gran lección fue entender que la fuerza que necesitaba para seguir adelante no estaba en los brazos ni en la espalda. No era esa fuerza física que uno asocia con levantar cajas o empujar carritos, sino otras mucho más dificiles de mantener: la emocional y la mental. Hubo días en los que simplemente no quería levantarme. Días en los que la soledad me pesaba más que el abrigo de invierno, en los que el silencio me resultaba ensordecedor. Extrañaba mi idioma, mi gente, mis calles, hasta el desorden y el bullicio. Me preguntaba si no me había equivocado, si este camino era el correcto o solo una forma elegante de perderme.
Pero en medio de todo eso, algo dentro de mí —una vocecita terca, chiquita pero firme— me decía que sí. Que todo esto tenía sentido, aunque en ese momento no pudiera verlo con claridad. Que cada paso, por más torpe o cansado que fuera, me estaba acercando a algo más grande. A algo que estaba construyendo con mis propias manos, con mis decisiones, con cada NO que me dolía decir y cada SÍ que me obligaba a avanzar. La fuerza, aprendí, también es llorar en silencio y al día siguiente volver a intentarlo.
Aprendí a respetar todos los trabajos

Antes de emigrar, uno crece con ideas que no siempre cuestiona. Ideas que te hacen mirar ciertos trabajos “de reojo”, como si valieran menos, como si quien los hace no tuviera otra opción. Crecí con eso sin darme cuenta. No lo hacía por maldad, sino por ignorancia. Pero acá, en Quebec, esa venda se me cayó rápido. La realidad te sacude, te ubica, te enseña. Aprendí que no hay trabajo chico cuando se hace con honestidad. Que limpiar una oficina, recoger la basura, ensamblar piezas o barrer la nieve no te hace menos —te hace necesario.
Entendí que el trabajo no solo dignifica, como dice el dicho, sino que también educa. Enseña humildad, esfuerzo, paciencia. Enseña a ver con otros ojos al que está del otro lado del mostrador, al que te sirve el café o acomoda los carritos del supermercado mientras nieva. Cada persona con la que me crucé en esos entornos laborales tenía una historia detrás. Una lucha que no se veía, una mochila que cargaba en silencio. Esa empatía que antes me faltaba, hoy me sobra. Y la llevo conmigo a todos lados.
Me hice más fuerte (y más ligera)
Hoy puedo decirlo sin miedo ni vergüenza: todos esos trabajos, por más sencillos que parecieran en el papel, me ayudaron a reconstruirme. No solo me permitieron pagar cuentas o mantenerme ocupada, sino que me enseñaron a mirar dentro mío con más honestidad. Me obligaron a dejar el ego de lado, a sacarme etiquetas que traía pegadas desde antes de emigrar. Yo no era “la profesional” ni “la señora que ya hizo su vida”, como me conocían en mi país. Acá era simplemente una más. Y al principio eso dolía, pero después me liberó.
Me hice más fuerte, sí, pero también más ligera. Dejé de cargar con las expectativas ajenas, con los mandatos de lo que “una mujer de mi edad debería estar haciendo”. Dejé de esconder mis dudas y empecé a mostrarme con más verdad. Aprendí que no todo tiene que estar resuelto para estar bien. Que a veces, estar en proceso también es valioso. Hoy camino más liviana. Más yo. Y eso, después de todo lo que pasé, es el logro más grande.
Lo que me quedó
Cada trabajo que hice me mostró un pedacito de mí que no conocía. Desde el cansancio de limpiar casas ajenas hasta el orgullo de soldar una tarjeta correctamente, pasé por todas. Y aunque algunos de esos trabajos no figuran en mi currículum oficial, están tatuados en mi memoria. Porque me formaron, me curtieron y, sobre todo, me hicieron valorar aún más cada paso dado en esta tierra nueva.
No siempre me gustó lo que hacía, pero siempre aprendí algo. Y con eso, ya me doy por bien pagada.