Desde que llegué a Quebec adopté un lema que me ha llevado a vivir cosas curiosas, intensas y a veces ridículas: «une fois dans la vie». Una vez en la vida. Con esa filosofía, probé la poutine con salsa extra, salí con un canadiense adicto al THC, y también acepté un par de caladas de cannabis porque, bueno, si vas a vivir en Quebec, hay que entender de qué está hecha esta niebla aromática que flota por las calles (y entra por mi ventana todas las tardes 😤).
¿Desde cuándo se puede fumar legalmente en Canadá?
Desde el 17 de octubre de 2018, Canadá se convirtió en el segundo país del mundo en legalizar el cannabis recreativo. En Quebec, la venta y distribución está regulada por la SQDC (Société québécoise du cannabis), un lugar donde te tratan como si estuvieras comprando vino para una cena elegante, pero lo que te llevas es una bolsita que huele a bosque chamuscado.
A diferencia de otras provincias, Quebec decidió poner ciertas restricciones: la edad mínima para comprar es de 21 años (en la mayoría del país es 19), y no se permite el cultivo en casa. Eso sí, puedes comprar flores, aceites, gomitas, sprays y hasta cosméticos en las tiendas oficiales, donde el diseño minimalista compite con Apple por lo sobrio y lo blanco.
¿Y quién fuma tanto?
Según datos recientes, alrededor del 20% de los quebequenses consumen cannabis, y el uso recreativo ha aumentado especialmente entre los adultos jóvenes y —¡sorpresa!— los mayores de 45. Sí, esa señora que hace yoga a las 6 a.m. también podría estar horneando brownies espaciales por la tarde.

Mi vecino y yo: crónica de un contacto involuntario con el THC
Ahora bien, respetar la libertad ajena es parte de vivir en sociedad. Lo entiendo. Lo promuevo. Pero una cosa es que tú fumes en paz, y otra es que yo me convierta en fumadora pasiva porque el viento se empecina en invadir mi departamento cada vez que mon voisin du bas se instala en su silla de camping con su porro vespertino. Le pedí amablemente que no fumara bajo mi ventana. Él, con esa cortesía pasivo-agresiva tan de aquí, movió su silla dos metros. Pero el viento… el viento es cómplice.
Me recuerda a mi ex (sí, ese que mencioné en el artículo de los trabajos pendejos). Un tipo que me trajo de vuelta a Sainte-Marie con promesas de amor, aire puro y vida tranquila. Dijo que no fumaba ni bebía. Luego que me mude con el, asumió que era 420 friendly, pero, como la mayoria de los adictos, decia que «podia dejarlo cuando quisiera», claro, luego el completó la frase, «podia dejarlo cuando quisiera, pero no quería«.
Al principio, solo era una caladita, luego otra despues de cenar, y despues una más antes de dormir. Al final, vivía con un zombie que desaparecía en su propio humo y roncaba al lado mío como un oso en hibernación. Yo quería una pareja, no un compañero de sofá que caía en coma cada tarde. Así que, apesar de sus hermosos ojos azules, me fui.
El lado bueno… porque lo tiene
No todo es tragedia ni olor a zorrillo atropellado. El cannabis tiene efectos positivos, no lo voy a negar. Puede aliviar el dolor crónico, la ansiedad, ayudar con el insomnio y hasta mejorar el apetito en personas con tratamientos médicos duros. Conozco gente maravillosa que lo usa con responsabilidad, y yo misma lo probé en un picnic con amigos. Me relajó, me hizo reír, y me comí una bolsa de chips como si no hubiera un mañana. Pero una cosa es hacerlo una vez en la vida y otra vivir en una nube constante.

El gran día del humo en Montreal
Cada 20 de abril (sí, 4/20, como el código de los marihuaneros de todo el mundo), el Parc du Mont-Royal se llena de miles de personas que celebran su amor por la marihuana en una especie de Woodstock cannábico. Hay música, porros gigantes, pancartas, y una nube tan espesa que hasta los patos salen drogados. La hermandad del humo es real, y aunque no lo comparto, lo observo con esa mezcla de fascinación antropológica y ganas de salir corriendo a buscar aire fresco.
Entre el respeto y el derecho a respirar aire limpio
No escribo esto para demonizar a nadie. Cada quien vive como quiere o puede. Pero también creo que es válido hablar de los efectos colaterales de vivir en una sociedad donde fumar cannabis es tan común como tomarse un café. Tal vez algún día el viento cambie de dirección o mi vecino descubra el placer de un té de menta. Mientras tanto, seguiré abriendo la ventana con cautela… y cerrándola cuando el aroma me diga que la tarde empezó para él.