Una cree que ya vivió lo suficiente como para saber arreglárselas sola. Que después de los 50 una tiene el cuero curtido, la intuición afilada y la sabiduría de quien ya no se traga cualquier cuento. Pero emigrar sola, a esta edad, a un país frío y francófono, no es como una aventura de Netflix. Es más como una tragicomedia lenta donde te ries para no llorar… y aprendes a ponerle sazón a la comida sin entender qué compraste realmente.
Porque de eso se trata: nadie te dice lo que en realidad vas a vivir. Todos te hablan del sistema de salud, del clima extremo, de que si vienes con trabajo o sin él, con papeles o sin papeles, con francés o con esperanza. Pero nadie te habla de lo que pasa en la soledad de un departamento alquilado, una noche de domingo, cuando abres la ventana y sientes que no perteneces.
El mito de “mujer fuerte”
“¡Qué valiente eres!”, te dicen. Como si uno se hubiera subido a un avión envuelta en la bandera del coraje. Como si no hubieras pasado noches enteras dudando si esto tenía sentido. Como si no estuvieras, incluso ahora, escribiendo esto, con una mezcla de orgullo y cansancio que no sabes cómo explicar.
Sí, vine sola. Porque la vida me empujó o porque me animé, depende del día que me preguntes. Pero ser una mujer de más de 50 que emigra sola no es lo mismo que ser joven, mochilera y sin miedos. Aquí vienes con historia, con duelos, con hijos grandes (o no), con amores rotos (o a medio armar), con una idea de mundo que a veces choca con este nuevo paisaje lleno de siglas y gente palida.
La primera gran bofetada: el idioma
No hay nada que te haga sentir más tonta que enfrentarte a una cajera que te pregunta algo que no entiendes. Le sonries, dices “pardon?” tres veces, y al final terminas asintiendo con cara de “oui oui” mientras pagas cualquier cosa que no querías comprar.

Y eso, en los primeros días, te puede hacer llorar. No es el idioma en sí, es lo que te remueve: sentir que perdiste estatus, que eres invisible, que dependes de la paciencia ajena para sobrevivir. Para alguien que fue autónoma toda su vida, esto puede ser un golpe fuerte al ego… y a la autoestima.
Los silencios largos
Vivir sola en un país nuevo es enfrentarte a un silencio distinto. No es el silencio tranquilo de tu casa cuando te tomas un café, sino ese otro: el que hace eco, el que te confronta con la ausencia de charlas cotidianas, de risas compartidas, de alguien que entienda tus chistes sin traducción.
El silencio también vive en los fines de semana, cuando no sabes a dónde ir porque no conoces a nadie, o los que conoces, tienen «chacun sa vie». O en los días festivos, cuando todos se reúnen en familia y tu… bueno, tu ves Netflix y comes cualquier cosa que encontraste en Maxi o IGA sin saber si era dulce o salado.
Y ojo, no todo es gris. Una también aprende a hacerse amiga del silencio, a escucharse, a descubrir que no necesita hablar todo el tiempo. Pero lleva un proceso. Y nadie te avisa que ese proceso puede doler.
Hacerse la vida habitable
Lo que más cuesta es convertir lo ajeno en propio. Sentirte en casa en un barrio donde no te saludan, armar una rutina sin las referencias conocidas, comenzar cada dia sin que parezca que empiezas de cero.

Yo me inventé pequeños rituales: caminar hasta el río, hacer mis compras en ciudades vecinas, aprovechando la distancia, para escuchar mi música a todo volumen mientras canto desafinada y, discutir con el televisor en voz alta cuando no estoy de acuerdo con el guión de la pelicula, me sirven para no perder la cordura. También me abrí a lo nuevo: probé el queso en grano aunque no entendí el fanatismo, entré a una iglesia aunque no soy religiosa, asistí a reuniones comunitarias donde nadie me conocía… y eso, poco a poco, fue tallando algo parecido a una raíz.
No estás sola, aunque lo parezca
Si estás leyendo esto y te sientess identificada, te abrazo desde la distancia. No estás sola. Somos muchas, dispersas por aquí y por allá, sintiéndonos a ratos perdidas, extrañas, raras. Y sin embargo, aquí seguimos.
Ser migrante sola y mayor no es una derrota. Es un acto de valentía diaria. No siempre es feliz, no siempre es emocionante, no siempre es “la mejor decisión de mi vida”. Pero es mi decisión. Y aunque me tambalee, aunque a veces me pregunte si hice bien, me respondo que sí. Porque estar acá, seguir intentando, seguir apostando por una vida mejor, también es una forma de amor propio.