«Al menos no estás en Venezuela» — Crónicas de una esclava con visa

«Al menos no estás en Venezuela» — Crónicas de una esclava con visa

Hay frases que se te graban a fuego, y esta fue una de ellas. Me la dijo una conocida, también migrante, mientras yo despotricaba por enésima vez sobre mi trabajo absurdo, el cansancio perpetuo, y ese sentimiento incómodo de estar sobreviviendo en lugar de vivir. Ella, con la sabiduría emocional de un cactus, me soltó: «Bueno, al menos no estás en Venezuela».

Y sí, tenía razón. Técnicamente. No estoy allá. Pero eso no significa que lo esté pasando bien, querida. No es como si me hubiera bajado del avión y me hubieran recibido con flores, un contrato fijo y beneficios sociales. No. Me convertí, como muchas, en una esclava con visa.

El contrato con el diablo (pero con impuestos)

Cuando llegué a Canadá, venía con toda la ilusión del mundo. Que si la calidad de vida, que si la seguridad, que si la nieve que se ve tan linda en las películas. Spoiler: después del segundo mes, la nieve deja de ser romántica y empieza a sentirse como una traición blanca que te cala los huesos y te hace dudar de tus decisiones de vida.

Conseguí trabajo relativamente rápido, lo cual debería ser una buena noticia, pero no lo fue. No había contrato, era un trabajo «bajo el agua», temporal, com posibilidad de extension (si te portas bien). Traducción: te explotamos durante el tiempo que queramos y luego te damos una palmadita en la espalda. Era trabajo manual, repetitivo, mal pagado, y encima con compañeros que hablaban en siglas técnicas como si eso les diera puntos extra en el infierno corporativo.

Mi cuerpo, que nunca había hecho más esfuerzo que levantar una laptop, empezó a quejarse. El cuello, los brazos, la espalda. Dormía poco, comía mal y vivía con miedo de que no renovaran «el contrato». Pero bueno, «al menos no estás en Venezuela», ¿no?

El síndrome de la buena inmigrante

Como muchas de nosotras, me metí en el papel de la inmigrante ejemplar: puntual, trabajadora, agradecida. Tan agradecida que casi pido perdón por respirar. Si me mandaban a limpiar algo que no me correspondía, lo hacía. Si me daban horas extra no pagadas, sonreía. No fueran a pensar que soy «problemática».

La realidad es que en este sistema uno es reemplazable. Siempre hay alguien más dispuesto a aceptar menos. Y así es como nos convertimos en piezas baratas de un engranaje que funciona a costa de nuestro agotamiento emocional y físico. Pero shhh… no te quejes, que «tienes papeles».

A person wears pink rubber gloves indoors, preparing for cleaning tasks.

La vida social: un lujo escaso

Entre el cansancio, el clima, y el estrés constante de no saber si vas a tener trabajo el mes siguiente, la vida social se va al carajo. No porque no quieras, sino porque no te da la energía. A veces pensaba: «Si me baño y salgo, pierdo dos horas de descanso y un poco de dignidad».

Encima, las pocas veces que tienes una cita o conoces a alguien, empieza el desfile de etiquetas. «¿Tienes residencia? ¿Qué tipo de visa? ¿Cuánto tiempo llevas aquí?». Pareciera que estamos en un mercado de carne burocrática.

Y sí, ya sé, «al menos no estás en Venezuela».

Aprender a decir que no (o al menos intentarlo)

Con el tiempo, y después de varias crisis existenciales, empecé a poner límites. Dije que no a horas extras un sábado. Dije que no a cubrir turnos de alguien que nunca se aparecía. Dije que no a seguir fingiendo que todo estaba bien cuando claramente no lo estaba.

¿El resultado? Me vieron como la rebelde, la que se queja mucho, la que «no entiende cómo funcionan las cosas aquí». Pero me sentí un poco más humana, un poco más libre. Como si al menos esa parte de mí estuviera empezando a despertar del letargo migratorio.

No todo es tragedia (pero tampoco Disney)

También he conocido personas maravillosas, me he reído hasta el cansancio con otras migrantes que están igual de rotas que yo, y he aprendido más sobre mí en estos años que en toda mi vida anterior.

La experiencia de migrar no es una historia de superación constante ni un drama perpetuo. Es una montaña rusa emocional donde a veces te sientes la heroína de tu película, y otras veces solo quieres apagar el mundo y dormir.

Así que sí, puede que no esté en Venezuela. Pero ser esclava con visa tampoco es el final feliz que muchos imaginan. Es solo otro capítulo, uno que aún estoy escribiendo con dignidad, cinismo y bastante cafeína.

Porque si algo he aprendido es que sobrevivir también es una forma de resistencia.

Y eso, querida, no me lo quita ni la nieve, ni el sistema, ni los que creen que con una visa se te soluciona la vida.