No todos los sueños te cambian la vida. Algunos vienen disfrazados de viaje turístico, de noche estrellada o de crucero con amigos, y de pronto te explotan en el pecho. No siempre se trata de grandes revelaciones. A veces es una escultura, un cielo que se enciende o un barco que te aleja de todo lo conocido. Y ahí, en esos instantes, es cuando uno dice: “Sí, valió la pena”.
Hoy te cuento tres que viví, taché de mi lista… y todavía me sacan una sonrisa cada vez que los recuerdo.
1. La Piedad de Miguel Ángel: lloré en 4K
Nunca fue mi obra favorita de Miguel Ángel. Lo digo sin culpa. Desde que leí La agonía y el éxtasis, mi deseo más profundo era ver el David. O cualquier otra de esas esculturas colosales donde la fuerza y la anatomía te golpean de frente. Pero La Piedad… no sé, la tenía como algo “bonito”, lejano, casi ornamental.
Y sin embargo, ahí estaba yo, frente a ella, y sentí un nudo en la garganta que no vi venir. Fue como si algo se abriera dentro mío. Me tembló el cuerpo. Me emocioné hasta las lágrimas, literal. No fue una emoción superficial, de esas que te hacen decir “ay, qué bello”. No. Fue algo que me atravesó. Como si pudiera sentir el dolor contenido en esa Virgen María, con su hijo desfallecido en brazos.
Nada, absolutamente nada, te prepara para estar frente a esa obra. Tan blanca, tan pura, tan humana. Cuánta intensidad logró Miguel Ángel en un bloque de mármol. Qué profundidad, qué sensibilidad. Pareciera imposible que algo tan duro transmita algo tan blando, tan frágil, tan dolorosamente real.
Y mira que yo pensaba que la emoción me iba a venir con la Gioconda. Pero nada. La vi, me vio, nos vimos. Y fue como “meh, next”. Pero La Piedad… La Piedad me tocó. Me quebró. Y me hizo agradecer estar viva para sentir algo así.
2. Auroras boreales en Quebec: luces, cámara… ¡llanto!
Una noche cualquiera, como de esas que arrancan con un scroll infinito en Facebook y terminan con uno diciendo “¿y si me lanzo esta locura?”, me enteré de que las auroras boreales se verían esa noche desde Quebec.
Tomé mi carro y salí manejando como si supiera a dónde iba. Media hora de ruta, ojos pegados a la carretera y al cielo, buscando mi momento de ¡ahí están!.

Y ahí estaban. Bailando sobre mí como si el cielo estuviera en una rave cósmica. Verde, azul, brumosas, como nubes que se equivocaron de galaxia. Me bajé del auto, miré para arriba y otra vez… lagrimita. ¿Qué me pasa con los fenómenos naturales? ¿Por qué soy así de emocional?
Duró una hora. Una hora entera de “¡qué es esta belleza!” y “yo no estoy preparada para esto”. Al día siguiente amanecí hinchada, con un dolor extraño, como si el cuerpo me dijera: “mira, muy lindo todo, pero no estamos acostumbrados a esta energía tan vibrante, gracias”.
Dicen que fue una sobrecarga energética. Yo digo que fue un resfriado espiritual. Y que valió la pena. Porque aunque aún sueño con verlas en Finlandia, las que vi aquí, en mi carro, bajo ese cielo oscuro y brillante a la vez, me dejaron tocada para siempre.
3. Un crucero por Europa: miedo, glamour y bufets infinitos
Una parte de mi lista decía “viajar en barco”. Lo que no decía era que tengo miedo irracional de ahogarme y que no sé nadar ni con flotador. Pero como también soy de las que cree que el miedo no paga pasaje, armé maletas y me fui.
Fue en 2015. Venezuela aún tenía esos extraños permisos de dólares preferenciales que solo los venezolanos logramos entender (y sobrevivir). Junté ahorros, presté plata, y me uní a un grupo de amigos en un crucero por Europa.

Volamos hasta Barcelona, y al día siguiente ya estaba embarcando. Ocho días de barco y siete días de tierra firme en España. Maravilloso. Salvo por el último día en el barco, que me agarró el famoso sea sickness y mi estómago dijo “yo me bajo antes que tu”.
Pero todo lo demás fue un delirio: shows, música en vivo, magos, contorsionistas, bufets que merecen una estrella Michelin, y esa sensación de que el tiempo se estira como chicle cuando estás feliz.
Cada mañana amanecíamos en un puerto distinto. Tomábamos taxis locales que terminaban siendo guías turísticos, fotógrafos y confidentes. A veces con tarifas que eran una estafa… pero qué importa, si te están mostrando Roma.
No me arrepiento ni del mareo, ni del vértigo, ni de haberme vestido elegante para cenas donde comía como si el mundo se acabara al amanecer. Lo repetiría una y otra vez.
¿Qué tienen en común estas tres historias?
Que las viví con miedo, con dudas, y con ese vértigo típico de hacer algo que siempre soñaste pero que te da nervios cumplir. Y aun así, las hice. Porque si algo he aprendido en este camino —entre el arte, el cielo y los barcos— es que hay momentos que valen cada centavo, cada lágrima, y cada intento.
Y si me preguntas si tengo más sueños por cumplir… claro que sí. La lista es larga, pero estas tres tachitas me recuerdan que voy por buen camino.
¿Tú también tienes una lista? ¿Y qué esperas para empezar a tachar?