Mi lista de cosas pendientes antes de los 60

Mi lista de cosas pendientes antes de los 60

Una bitácora emocional de lo que aún quiero vivir (si la ciática me lo permite)

No, no fue un arrebato de juventud ni una epifanía bajo efecto de vino tinto. Mi bucket list nació un día cualquiera, pero con un motivo muy claro: las ganas de no quedarme con las ganas.

Corría el año 2008. Yo acababa de graduarme de la universidad, con honores y más ojeras que proyectos entregados. Mi jefa, una de esas mujeres sabias que te cruzas una sola vez en la vida —y que huelen las ganas de volar— me regaló el dinero para tramitar mi pasaporte y algo más “para que empieces a conocer el mundo”, dijo, como quien da permiso y empujón al mismo tiempo.

Hasta entonces yo solo conocía Colombia, y eso porque mi mamá tenía familia allá. Pero con ese regalo, unos ahorritos y un préstamo de la caja de ahorros, me animé a hacer mi primer viaje internacional: cuatro días, tres noches en Panamá, acompañada por una compañera de trabajo y su familia. Un viaje corto, pero suficiente para abrirme la cabeza y dejarme picando la inquietud: “¿y si esto recién empieza?”

Era la época en que viajar desde Venezuela implicaba jugar con el sistema de control de cambio, ese mecanismo absurdo que nos permitía gastar un cupo de dólares al año. Muchos viajaban solo para “raspar” la tarjeta y vender los dólares al volver. Yo decidí hacer lo contrario: usar esos dólares regulados para ver el mundo. Y así fue como conocí Ecuador, hice un crucero por Europa donde pisé Francia, Italia y España, visité Canadá (sin sospechar que años más tarde viviría en este congelador), y también pasé por República Dominicana, Costa Rica y Cuba.

Fueron años intensos y hermosos. Todo parecía posible… hasta que no lo fue. Cuando la dictadura eliminó el acceso a los dólares preferenciales, se me cerraron las alas. Y ahí fue cuando lo sentí: me falta tanto por ver, por vivir… esto no se puede quedar así. Ahí fue cuando nació esta lista.

Al principio eran solo destinos por conocer. Pero después vi la película The Bucket List (sí, la de Jack Nicholson y Morgan Freeman) y entendí que no solo se trataba de lugares, sino de experiencias. Así que empecé a anotar cosas que quería vivir, probar, sentir. Porque no se trata solo de viajar, se trata de exprimir la vida mientras se pueda.

Mientras algunas personas hacian listas sobre “pan, leche, huevos…”, yo iba anotando “ver ballenas”, “comer sushi en Japón” y “fumar marihuana en Jamaica”. Porque, bueno, prioridades.

Desde entonces, la fui armando poco a poco, en servilletas de cafetería, en notas del celular cuando iba en el metro, o en mi cabeza mientras lavaba los platos. No es para presumir en redes. Es un recordatorio. Una promesa conmigo misma. Porque no todo es trabajar, pagar cuentas y quejarme del invierno eterno en Quebec. Todavía me quedan muchas cosas por hacer.

Porque sí, aún me falta:


Lugares que aún quiero pisar (antes de usar bastón)

  • Subir al Cristo Redentor en Brasil (sin desfallecer en la escalera, gracias).
  • Conocer el Lago Moraine en Banff, Alberta. Al menos para ponerlo de fondo de pantalla.
  • Cruzar el Golden Gate Bridge en San Francisco. Preferiblemente sin viento en contra, ni crisis existencial.
  • Ver las auroras boreales en Finlandia y comprobar si de verdad valen la hipotermia.
  • Visitar los fiordos de Noruega y repetir mentalmente: «Esto es real, no un salvapantallas de Windows».
  • Visitar la Capilla Sixtina y jugar al «dónde está el dedo de Dios».
  • Conocer el Taj Mahal y preguntarme cuántas historias de amor terminan en mármol blanco.
  • Conocer Petra y el Mar Rojo en Jordania. Porque el desierto me llama, pero solo para pasear, no para quedarme.
  • Visitar las Pirámides de Egipto y no llorar por el calor ni por los vendedores insistentes.
  • Pasear en góndola en Venecia, aunque haya más turistas que agua.
  • Visitar Rapa Nui, Isla de Pascua, y sentirme chiquita frente a esos moáis con cara de «te estamos observando».
  • Visitar el Mar Negro (Rumanía o Bulgaria, donde me deje el presupuesto).
  • Conocer las playas de arena negra en Hawai y las de arena rosada en Bermudas. ¡Caprichos cromáticos playeros!
  • Visitar Stonehenge, porque si hay piedras misteriosas, yo quiero estar ahí.

Experiencias Gastronómicas (o el tour de mis antojos culturales)

  • Comer pizza en Nápoles, para descubrir si todo lo que he comido antes fue una mentira.
  • Comer ensalada en Rusia, aunque sepa que en realidad es de origen francés. Igual me la deben.
  • Comer sushi en Japón y ver si sobrevivo al wasabi.
  • Beber cerveza en Alemania y brindar con desconocidos que digan «Prost!» sin parar.
  • Comer chocolate y queso en Suiza. El colesterol que se acumule en los Alpes, se queda en los Alpes.
  • Beber whisky en Escocia, con o sin falda escocesa de por medio.
  • Comer paella en Valencia y discutir con algún local si lleva o no lleva chorizo.

Eventos, Shows y cosas de alta energía (y bajo presupuesto)

  • Asistir a un partido de fútbol en un Mundial. Si está la Vinotinto, lloro. Si no, lloro igual.
  • Asistir a un partido de la NBA. Porque mi yo adolescente aún sueña con ver a un jugador encestar en vivo.
  • Asistir a un juego de béisbol en Nueva York. Por los hot dogs, el ambiente y gritar sin que me saquen del estadio.
  • Asistir a una obra de teatro en Broadway. Y llorar, reír y aplaudir como si entendiera todo.
  • Asistir a un concierto de jazz en New Orleans y mover el pie aunque tenga no tenga ritmo.
  • Asistir a un concierto de ópera en Italia. Preferiblemente en Verona, con los fastasmas de Romeo y Julieta flotando en el aire.
  • Asistir a un concierto de rock. Porque nunca es tarde para terminar afónica y feliz.
  • Ver un espectáculo del Circo del Sol, para seguir creyendo en la magia (y en la flexibilidad ajena).
  • Ver un evento con globos aerostáticos. Aunque mi miedo a las alturas me diga que mire desde el piso.

Experiencias Únicas y Simbólicas (de esas que cambian algo adentro)

  • Ver ballenas y emocionarme como si fueran dinosaurios marinos.
  • Viajar en tren y mirar por la ventana con cara de personaje de película europea.
  • Mojarme los pies en el Pacífico y en el Atlántico. ¡Porque tengo dos pies y dos océanos por visitar!
  • Fumar marihuana en Jamaica. Legal, turístico y con Richie Spice de fondo, para que el viaje sea del cuerpo y del alma.
  • Tomar un café en Praga, aunque sea más caro que el viaje.
  • Visitar el Muro de Berlín y pensar en todas las cosas que han caído en mi vida, y las que aún no.
  • Flotar en el Mar Muerto y comprobar si es cierto eso de que no te hundes.
  • Visitar un templo budista y, por qué no, sentarme a meditar aunque no dure más de cinco minutos.
  • Ver el David de Miguel Ángel en Florencia. Y mirar bien, sí, todo.
  • Visitar el Museo del Prado en España. Porque el arte también está en mi lista, no todo va a ser comida.

Lo que ya viví (y me dejó un poquito más viva)

A veces me sorprendo pensando en todo lo que ya caminé, en los lugares que pisé sin darme cuenta de que estaban en mi lista mucho antes de escribirla. Porque algunos sueños se cumplen sin que uno los planifique, y otros llegan después de mucho insistir, ahorrar, llorar o simplemente decir: “¿y por qué no?”.

Recuerdo cuando subí a la Torre Eiffel. Fue más que un punto turístico: era yo, en París, mirando la ciudad con ojos de quien no se lo termina de creer. Como si la vida me dijera al oído: ves que sí se puede.

También tiré una moneda en la Fontana di Trevi. Pedí un deseo tan simple que hasta me da ternura recordarlo. En Roma, vi el Coliseo con la boca abierta, como si esperara ver gladiadores entre las piedras. Y no, no me tomé la foto haciendo equilibrio frente a la Torre de Pisa. Soy tímida, ya saben! ¿Acaso si no hay foto, no cuenta?

Conocí las Cataratas del Niágara desde el lado canadiense. Sentí el agua en la cara y el estruendo en el pecho. Y allá en Québec, me paré frente al Château Frontenac, ese castillo de cuento que parece sacado de una postal. También estuve en el centro del mundo, en Ecuador. Me paré justo en la línea. Medio cuerpo en un hemisferio, medio en el otro. No sé si eso me hizo más equilibrada, pero me hizo sonreír.

Vi alces y venados. En serio. No en un zoológico, no en una foto: en la vida real, cruzando caminos, como si fueran parte del decorado de este país que me adoptó. Acampé en la playa, me llené de arena y de estrellas. Acampé en la montaña, me llené de frío y de silencio. Sobreviví a ambas, y eso ya es decir mucho.

Visité Notre Dame de París antes del incendio. Me acuerdo del sonido de las campanas, del eco de los pasos, de la sensación de estar en un lugar sagrado, aunque no tengas fe. Recorrí la Costa Azul y mojé los pies en el Mediterráneo. Bebí vino en Italia, y puedo jurar que sabía distinto allá, entre risas y platos que no se terminaban nunca. Crucé el Canal de Panamá, viajé en barco, no vomité (¡milagro!) y recorrí los Campos Elíseos imaginando que tenía una vida de película.

Vi la Gioconda. Chiquita, rodeada de multitudes, pero ahí estaba. Y también vi la Venus de Milo, La Piedad de Miguel Ángel y la Basílica de San Pedro. Caminé por el Vaticano con los ojos bien abiertos y por Las Ramblas de Barcelona con el corazón contento.

Estas no son solo casillas tachadas en una lista. Son momentos que me cambiaron. Algunos me dejaron sin aliento, otros me hicieron reír sola. Pero todos me recuerdan algo importante: no estoy tan lejos de esa versión mía que aún sueña grandes cosas.