La soledad no es exclusiva de los mayores: reflexiones desde mi balcón

A woman in a red blazer rests on a minimalist yellow sofa indoors, evoking calmness.

Existe una idea bastante instalada —y profundamente equivocada— que asocia la soledad únicamente con la vejez. Como si fuera un mal inevitable que llega cuando los hijos ya no están, cuando se ha perdido a la pareja o cuando se deja de trabajar. Pero no es así. La soledad no tiene edad. Puede aparecer en cualquier etapa de la vida y, en muchos casos, llega sin que nadie la invite. A veces se presenta en una casa llena de gente. Otras, en medio de una nueva vida, como la que me tocó empezar en este país.

Aprendí eso en silencio, desde este balcón en Québec donde me siento a pensar, a tomar café, a mirar a los vecinos y a encontrarme conmigo misma. Desde aquí he visto estaciones pasar, he escuchado risas y discusiones en idiomas que apenas entiendo, y también he sentido ese silencio profundo que no viene de afuera, sino de adentro. Ese que te acompaña incluso cuando estás rodeada de voces.

El silencio que viene con una nueva vida

Una de las cosas que más me impactaron al llegar a Québec fue la ausencia de vínculos cotidianos. De esos lazos que uno no valora del todo hasta que los pierde. Nadie pasaba por mi casa de manera espontánea. Nadie tocaba la puerta con un plato de sopa o con un simple “¿cómo estás?”. Aquí todo se planea. Se agenda. Incluso tomar un café requiere coordinación. Y esa calidez humana que era parte natural de mi vida anterior, acá la sentí lejana.

En esos primeros meses, el silencio me resultó abrumador. No tanto el de la calle, sino el de mi día a día. Cocinar solo para mí, comer sin conversar, pasar días sin un abrazo o una charla cara a cara… Era una experiencia nueva, y confieso que me costó mucho adaptarme. Pero fue en ese mismo silencio donde empecé a descubrir una parte de mí que antes no conocía: una mujer capaz de reinventarse, de estar sola sin sentirse abandonada, de encontrar fuerza en su propio espacio.

La soledad no distingue edades

Con el tiempo me fui dando cuenta de algo muy importante: no era la única. La soledad no es algo que afecte únicamente a quienes han llegado a cierta edad. He conocido jóvenes que se sienten completamente desorientados, personas recién llegadas que lloran por las noches, madres primerizas que se sienten invisibles, hombres y mujeres de todas las edades que se sienten desconectados, aunque tengan compañía. Es un fenómeno silencioso, muchas veces invisible, pero muy presente.

Estar rodeada de personas no garantiza sentirse acompañada. Y eso es algo que muchas veces se pasa por alto. Podemos tener redes sociales llenas de mensajes, pero si no hay una conexión real, el vacío permanece. Descubrí que la soledad es más común de lo que pensamos. Y que compartir lo que sentimos, aunque sea con una sola persona, puede aliviar muchísimo.

Aprender a convivir con uno mismo

No voy a mentir: abrirse no siempre es fácil. Pero poco a poco fui encontrando maneras. Participar en talleres, asistir a clases de cocina, practicar francés con otros inmigrantes, aceptar una caminata o un café, aunque no conociera bien a la persona… Fueron pequeños pasos que me ayudaron a salir de ese cascarón.

No se trata de llenar la agenda de actividades, sino de encontrar espacios donde una pueda ser una misma, sin presiones ni apariencias. También aprendí a valorarme en mis momentos de soledad. A darme espacio para sentir, para descansar, para pensar. A dejar de buscar validación externa y confiar más en mi voz interior.

La soledad también puede enseñar

Con los meses entendí que la soledad no es una enemiga. Que si se la escucha con atención, puede convertirse en una gran maestra. Me enseñó a identificar lo que necesito, a cuidar mi energía, a elegir con quién quiero compartir mi tiempo. Me ayudó a entender que estar sola no significa estar incompleta. Que hay fuerza en la introspección y belleza en el silencio.

A veces, lo más valiente que una puede hacer es quedarse quieta y mirarse por dentro. Escuchar lo que el ruido del mundo no deja oír. En esa pausa hay mucha sabiduría.

Un rincón, una pausa, una mirada más amable

Hoy escribo estas palabras desde ese mismo balcón que se convirtió en testigo de mis días buenos y malos. Miro el cielo, escucho los pájaros, y me siento agradecida por haber transitado este camino, aunque no haya sido fácil. Tal vez tú también tengas un rincón así. Un espacio donde te das permiso para sentir sin culpas.

Si estás atravesando un momento similar, quiero que sepas que no estás sola. Que hay muchas personas, en muchos lugares del mundo, enfrentando sus propias versiones de esta historia. Y que está bien tomarse el tiempo para sanar, para construir nuevos lazos, para encontrarse. Porque en esa búsqueda silenciosa también puede nacer una nueva versión de ti misma. Una más fuerte, más libre y más auténtica.