Haber logrado escapar sin heridas físicas de aquel sórdido secuestro hizo pensar a las señoras que me ayudaron que lo peor ya había pasado. “Ahora sí viene lo bueno”, decían. Pero nadie habla de lo que no se ve. Las heridas del alma no sangran, pero duelen más.
Las dos semanas siguientes me quedé en casa de una mujer generosa que me ofreció refugio. Su hogar era cálido, y el domingo me invitó a misa. La acompañé con gusto, no solo por agradecimiento a ella, sino también porque sentía una necesidad profunda de agradecerle a Dios por haberme sacado de esa casa. Sentía que Él, de alguna forma, seguía sosteniéndome.
El lunes, fuimos al abogado para hacer la declaración formal. Iba explicándome en el camino qué debía decir. Sus palabras eran técnicas, jurídicas… términos que me rebotaban en la cabeza sin llegar a anclar. En medio de eso, lanzó una frase que me dejó helada: “Podríamos demandarlo y sacarle una buena indemnización, esto podría tardar, pero vale la pena”.
No, para mí no valía la pena. Yo no quería su dinero, no quería su cara, no quería saber más de él jamás. Se lo dejé claro al abogado. Intentaron convencerme, pero fui firme. Yo solo quería seguir adelante, no atarme a ese pasado con la excusa de una compensación.
Ese día, mientras estábamos en la estación de policía, un agente de migración me explicó que tenía dos caminos: regresar a mi país con ayuda del gobierno canadiense o pedir refugio. Sabían cómo estaba la situación en Venezuela. Y, luego de haber sido agredida aquí por un ciudadano canadiense, sentían, según me explicó el abogado, una “obligación moral” de protegerme. Me dieron dos semanas para presentar una solicitud formal. Y eso hice.
PRAIDA fue mi primer contacto con el verdadero apoyo canadiense. Me orientaron sobre el proceso de refugio, me ayudaron a conseguir un abogado gratuito en ayuda jurídica, me entregaron tickets del supermecado, tarjetas del metro, información sobre bancas alimentarios y casas de refugio. También tramité la ayuda social: un pequeño cheque mensual para personas que no podían trabajar aún. Así empezaba a recuperar algo de fe en mí misma y en este país.
Me ofrecieron apoyo psicológico, pero la lista de espera para atención en español era de tres meses. Sin embargo, me anoté.
Pasé un mes entero en casa de Doña Francisca. Me ayudó en todo, y le estaré eternamente agradecida. Apenas recibí mi primer cheque de ayuda social, busqué habitación. Escribí en un grupo de Facebook para latinos y una señora mexicana respondió. Compartía su apartamento y necesitaba ayuda con el alquiler. Fui a verlo acompañada por una voluntaria de la banca alimentaria —también mexicana— y al final, ambas nos mudamos allí.
Así empezó nuestra pequeña comunidad. Nos apoyábamos entre nosotras. Yo era la más hábil con las tecnologías, así que buscaba rutas de metro, lugares, contactos. Una tenía información sobre trabajos en cash, la otra sobre dónde conseguir un teléfono con crédito para solicitantes de refugio. Era una red de apoyo solidaria improvisada, pero efectiva.
Un día, vi en el periódico local un programa para migrantes interesados en mudarse fuera de Montreal. Era una iniciativa para repoblar ciudades más pequeñas, y ofrecían ayuda con vivienda, trabajo, clases de francés e incluso una caja de alimentos para empezar. Hicimos la primera visita a Sainte-Marie-de-Beauce. La empresa patrocinante ofrecia muy buen sueldo, transporte, descuento para empleados, sindicato… pero la ciudad se inundaba cada dos años. Una de mis roomies se enamoró de Ste Marie. La otra y yo pasamos. Otro dia visitamos Yamachiche, ciudad pequeña, muy agrícola, pintoresca, pero el olor a estiércol era insoportable. La tercera visita fue a Saint-Hyacinthe.
Y ahí supe (o creí en aquel entonces) que era mi lugar.
Saint-Hyacinthe es una ciudad hermosa, con hospital, transporte público y una empresa procesadora de pollos que ofrecía todo lo que buscaba. Pasé la entrevista, conseguí departamento, me inscribí en la escuela de francés… pero no pasé los exámenes médicos. Soy asmática y alérgica al cloro. El médico me dijo: “Tienes que buscar otro trabajo”.
Sentí que el suelo volvía a moverse bajo mis pies.
No conocía a nadie, y la ayuda social apenas cubría la renta. Me hablaron de una iglesia cristiana latina y fui el siguiente domingo. Allí conocí a la hermana Rosita y al hermano Libardo, un par de colombianos que ayudaban a recién llegados. Me ofrecieron trabajo en una fábrica de alimentos congelados: 10 horas al día, pago inferior al salario minimo, en negro, sin contrato ni beneficios, pero era tenia que sobrevivir. Acepté.
Al tercer dia de trabajar alli, una persona renunció y el supervisor necesitaba a alguien en un puesto… “peculiar”. Yo era la nueva y no sabia lo que me ofrecian. La alternativa era pasar las 10 horas a 4 grados en el cuarto frio. Así que cuando me propusieron cambiar de aires, muy rapido respondi: «Oui»
Mi nuevo puesto consisitía mirar pogos (una especie de banderillas de salchicha empanizada) pasar por una banda hasta un congelador y asegurarme de que no se trabaran en la entrada. Eso era todo. Diez horas. Todos los días. Durante siete meses.
Odié ese trabajo. Cabeceaba cada tanto de lo rutinario que era. No tenía a nadie cerca para conversar o distraerme. Me sentía como un zombie. Pero ese «trabajo» me permitió sobrevivir. No necesitaba hablar francés, y como muchos otros, caí en la “zona cómoda”. Dejé las clases de francés, total, había gente que llevaba años aquí sin hablarlo. Por mi parte, yo solo quería respirar, después de todo lo que había pasado.
Hasta que un día, una llamada de mi hermana me hizo cuestionar todo. ¿Qué hacía con mi vida? ¿Había salido de mi país para esto? ¿Me conformaría solo con sobrevivir?
Un mexicano que trabajaba con nosotros decidió volver a Montreal. Nos ofreció trabajo legal a quienes quisieramos acompañarlo. Dos aceptamos. Allí iba yo de nuevo. Una nueva oportunidad de comenzar de cero. Nada me ataba a ninguna ciudad. Solo buscaba «mi lugar» en este pais. Me deshice del departamento, vendí electrodomésticos, busqué apartamento en Montreal. Lo encontré. Hablé con el dueño, un chino. Me dijo que sí, que me esperaba. Pero el domingo en la mañana, con mis cosas en cajas, me escribió un mensaje: “Ya lo renté”.
Me quería morir. Chino coñoemale!
La gente que ocuparía mi viejo apartamento ya estaba llegando. El camión de la mudanza ya estaba ahí. Y yo, no tenía adónde ir. El chofer me recomendó una pensión en Montreal. El conocía al dueño, le habló por teléfono y aún cuando la casa no estaba lista, aceptó que me mudara.
Llovía. A la intemperie habían dejado los colchones que se suponía nos darían y cuando llegamos estaban empapados. Dormiría en el piso. No había electricidad. Pasé frio otra vez. Al menos no estaba sola. Un chico mexicano recien llegado pasó esas penurias conmigo. El estaba peor que yo. Sentí una mezcla de alivio y verguenza ante ese sentimiento. Le regale una manta y una almohada. No pude conciliar el sueño.
El lunes comencé en una nueva fábrica, ahora de carne de res. El primer día armé cajas y me sentí aliviada. Otro trabajo pendejo, pensé. El segundo día, la historia cambió: alguien faltó y yo cubriría su puesto. Levantar costillas de res de 11 kilos cada una, todo el día. Mi hombro lesionado no resistió. No volví. Ya no soy la misma. Mi cuerpo no responde como antes. Mi alma tampoco. Al menos no habia renunciado a la ayuda social todavia.
Volví a la banca alimentaria de Doña Francisca. Allí conocí a Caridad, una dominicana con la que pase muy gratos momentos. Ella me ayudó a conseguir un trabajo en negro, quitando el polvo de los libros en la biblioteca de una universidad.
La vida en la pensión para mi era un calvario. El segundo día ya habia electricidad y colchones nuevos. Comenzaron a llegar los inquilinos, todos latinos. Muy amables y sociables, pero yo… siempre he sido salvaje. No me gusta la gente. Viví quince días allí. Conseguí un apartamento semi amoblado a pocas calles de alli. Era un semisótano. Era tranquilo, estaba sola. Y fue allí donde el invierno me golpeó como nunca antes. La soledad, la oscuridad, el frío… la nostalgia, la ausencia, los recuerdos. Volví a sentir ese abismo que ya conocía: el de pensar que nada tenía sentido, que tal vez, lo mejor sería rendirse.
Pero esa… esa es otra historia.