El precio de la ingenuidad (Mi Llegada a Montreal 2da. parte)

El precio de la ingenuidad (Mi Llegada a Montreal 2da. parte)

El primer mes había pasado y con él, la esperanza de que aquella pesadilla terminara pronto. Recuerdo el día en que reuní el valor para pedirle mi dinero y mis documentos. Me miró con calma al principio, con esa expresión inescrutable que me aterraba más que su enojo. Luego, con la voz más fría y sin un atisbo de remordimiento, dijo:

—Me lo gasté. Y tus documentos… los tendrás cuando tengas a dónde ir.

Sentí un vacío en el estómago, un mareo repentino. Su tono no admitía discusión. Su actitud me confundía: a veces era amable, como si le importara; otras, agresivo, hostil. Algunas noches me observaba en silencio, desde el umbral de la puerta, sin decir nada. Eso era lo peor. Otras veces intentaba halagarme, me decía lo guapa que me veía, se insinuaba. Hasta que dejó de insinuarse y empezó a decirme, casi a diario:

—Vas a ser mía.

Yo fingía no escuchar, tragándome las náuseas, paralizada por el miedo. Mis únicos respiros eran los días en que su hija venía a casa. Aunque me tocara dormir en el sofá, al menos me sentía un poco más segura. Pero hubo noches en que ni siquiera ese refugio me quedaba: cuando él y la niña se quedaban viendo películas hasta tarde, yo terminaba durmiendo en la silla del comedor. Una vez, él me vio ahí, helada de frío, y me ofreció su cama.

—Yo dormiré en el sofá —dijo con una sonrisa que me hizo estremecer.

Me negué. Pasé la noche en aquella silla incómoda, temblando, con los músculos agarrotados. En algún momento, la niña se percató. Le habló a su padre en francés, con un tono suplicante. No entendí sus palabras, pero sí el miedo en su voz. Él ignoró su petición y fingió enojo. Su hija también le temía, de eso estoy segura.

Un día, en mi desesperación, decidí jugármela. Escribí una nota y la escondí en uno de los cuadernos de la niña con la esperanza de que su madre (venezolana también) la leyera. «Necesito ayuda. No conozco a nadie. Necesito el número de un abogado que hable español. No le cuentes a «mi amigo», por favor». Fue un riesgo enorme, pero era mi única opción. Pasaron los días, la niña volvió, pero no dijo nada. Tal vez perdió la nota. Tal vez la vio y la tiró. Tal vez tenía tanto miedo como yo.

Los días pasaban en una rutina de angustia y hambre. Él trabajaba de noche, lo cual me daba un respiro para dormir sin sobresaltos. Pero me despertaba antes de las 5 a.m. para salir antes de que él regresara. En pleno invierno, caminar a las 6 a.m. era un castigo. La ciudad aún dormía bajo la nieve. Mi primer refugio era un Tim Hortons en la esquina. Desde ahí veía su auto llegar. Esperaba unos minutos y luego me marchaba, recorriendo la ciudad subterránea de Montreal. Casi 30 kilómetros de túneles, pasillos, centros comerciales interconectados. Caminaba sin rumbo, viendo pasar a la gente, esperando que el día se consumiera hasta que fuera seguro volver.

Hubo días en que pasé hambre. Si tenía suerte, él dejaba algo de comida con una nota permitiéndome comerla. Un día vi un plato de albóndigas y papas, sin nota. Comí un poco. Al día siguiente, explotó.

—¡Si no hay nota, no toques mi comida!

Nunca antes me había sentido tan humillada. Tan vulnerable e indefensa. Comencé a pensar que la única salida era terminar con todo. El suicidio dejó de parecerme algo ajeno. Se convirtió en una idea constante, reconfortante, como una puerta abierta en medio de la oscuridad. Pero entonces pensaba en las enseñanzas de mi madre. En el amor de mis sobrinas. Y me obligaba a aguantar un día más.

Dicen que cuando tocas fondo, la ayuda llega. Y llegó.

Era un sábado de marzo, como hoy, un día frío pero soleado. La nieve empezaba a derretirse. Salí a mi paseo habitual para evitarlo a él. Al pasar por una parada de autobús, escuché voces. Hablaban en español.

Me detuve en seco, el corazón latiéndome en el pecho. Las miré y les pregunté con voz temblorosa:

—¿Hablan español?

—Sí —dijeron al unísono.

Les conté todo rápidamente, como si alguien pudiera descubrirme en el intento de escapar. Me dijeron que me calmara y que fuéramos a un lugar más seguro. Entramos a la cafetería. Apenas nos sentamos, vi que «mi amigo» salía de la casa con la niña. Entré en pánico. Me escondí. Ellas me miraban con comprensión y me dijeron:

—Tranquila, con nosotras estás segura.

Les conté mi historia otra vez. Hicieron unas llamadas. Mis oídos zumbaban, me sentía mareada. Una de ellas me tomó las manos al ver que temblaban. No pude más. Me derrumbé y lloré. Pensé en mi madre. Quería a mi madre en ese momento. Fui niña otra vez.

De pronto, llegaron más personas. Un hombre y una mujer. Me pidieron detalles. Me pidieron el número de mi captor. Y luego dijeron:

—Vamos a tu casa. Les dije que no tenía llaves.

—No importa, hoy se soluciona todo.

Entramos en el estacionamiento y vi llegar una patrulla. Me asusté. Quise correr. Las señoras me sujetaron, me dijeron que estaba segura. Mi captor llegó. Habló con la policía. Una de las señoras me iba traduciendo al oído. Le preguntaban quién era yo, qué hacía en su casa, por qué no hablaba el idioma, por qué no me había ido si mi boleto había caducado. Mintió con descaro. Dijo que éramos amigos de la infancia. Que yo estaba de vacaciones. Yo miraba el piso, pero sentía su mirada clavada en mí.

El hombre que había llegado a la cafetería era abogado. Le habló a los policías sobre mis documentos y mi dinero. «Mi amigo» dijo que estaban en un lugar seguro porque el barrio era peligroso y había habido robos. Que nunca se los pedí. Me preguntaron si tenía llaves. Les dije que no. Le preguntaron a él por qué, si llevaba casi cuatro meses en su casa. Respondió que yo no quería salir, que quiso darme una llave y me negué. Era su palabra contra la mía. No tenía ánimo de discutir. Solo quería irme de allí.

Entré con un policía y una de las señoras a buscar mis cosas. Mi maleta ya estaba lista. No tenía mucho. Salimos y le pidieron que me devolviera mis documentos y el dinero. Dijo que solo tenía 120 dólares, pero que con mucho gusto hablaría con su abogado para devolverme el resto. Tomé el dinero. Solo quería irme.

Me citaron para una declaración formal el lunes siguiente. Me subí al carro del abogado y llegamos a la casa de una de las señoras. Lloré otra vez. Me dieron de comer. Me explicaron mis opciones. Y, después de casi cuatro meses, por fin pude volver a dormir con tranquilidad.

De mis opciones y de cómo continué con mi vida, hablaré en la tercera parte de este relato.

Deja un comentario

Comentarios

No hay comentarios aún. ¿Por qué no comienzas el debate?

Deja una respuesta